De mi miedo más profundo -vacuidad- surge una pequeña flor iluminada
En un rincón de un vasto desierto, donde la arena parecía infinita y el horizonte se perdía en el silencio, un viajero caminaba solo. El cielo era un lienzo sin nubes, y el viento, ausente, dejaba que el vacío se extendiera sin interrupciones. El viajero no llevaba mapa ni destino; solo sabía que algo lo había llamado a atravesar aquella inmensidad. Cada paso que daba resonaba como un eco en su interior, un eco que le recordaba su soledad, su fragilidad, y la vastedad de lo desconocido.
Con cada noche que pasaba, el viajero sentía el peso de la vacuidad crecer. No era solo el vacío del desierto; era el vacío dentro de sí mismo, un espacio oscuro que no lograba llenar con pensamiento ni acción. Intentó nombrarlo, darle forma, pero cada palabra que encontraba se desvanecía como la arena entre sus dedos. “¿Qué soy sin mis certezas? ¿Qué soy si no hay destino, si no hay propósito?”, se preguntaba mientras miraba las estrellas, que parecían indiferentes a su búsqueda.
En una noche particularmente oscura, el viajero se detuvo. Había algo en el aire, una quietud aún más profunda que el vacío que llevaba consigo. Se sentó en la arena y, por primera vez, dejó de luchar contra aquella sensación. Cerró los ojos y se permitió sentir la vacuidad en toda su intensidad. Fue entonces cuando una visión emergió: un abismo infinito, oscuro y sin fondo, que lo invitaba a entrar.
El miedo lo envolvió como un río helado. Su corazón latía frenéticamente, y su mente le gritaba que retrocediera. Pero algo en él—una intuición, un impulso que no podía explicar—lo hizo quedarse. Con un susurro casi inaudible, dijo: “Estoy listo.”
Y saltó.
Al caer, no sintió destrucción ni pérdida. En lugar de eso, sintió un desmoronamiento suave, como si todas las capas de su identidad—sus ideas, sus miedos, sus expectativas—se deshicieran como hojas en otoño. En el fondo del abismo, no encontró oscuridad, sino un campo vacío, sereno y fértil. El vacío no era ausencia; era posibilidad.
De repente, en medio de ese campo, algo comenzó a brotar. Al principio fue un pequeño tallo, frágil y delicado, que rompió el suelo con suavidad. El viajero lo observó con asombro, pues no lo había plantado; había nacido por sí solo, como un acto espontáneo de la propia vacuidad. Era una flor pequeña, pero luminosa, que irradiaba una luz cálida y reconfortante. Su color era indefinible, como si contuviera todos los colores y ninguno al mismo tiempo.
El viajero entendió entonces lo que había sucedido. El miedo que había sentido no era el enemigo; era el guardián del vacío, el último obstáculo antes de encontrar la verdad. El vacío no era algo que debía ser conquistado, sino habitado. Y la flor era el fruto de esa aceptación: una manifestación de lo que puede nacer cuando dejas de resistirte y permites que la vida fluya a través de ti.
Se quedó allí por un tiempo indeterminado, contemplando la flor. No sabía si era real o un símbolo de su transformación interna. Tampoco le importaba. En ese momento, entendió que las preguntas no eran necesarias, porque la flor no existía para ser explicada, sino para ser vivida.
Cuando finalmente se levantó y comenzó a caminar de nuevo, el desierto ya no le parecía vacío. Cada grano de arena, cada sombra, cada rayo de luz, contenía el mismo potencial que había visto en la flor. El viajero no había vencido su miedo ni lo había eliminado; lo había transformado en el suelo fértil de su nueva existencia.
Y mientras caminaba hacia el horizonte, supo que nunca estaría realmente solo, porque en el centro de su ser, donde alguna vez habitó el miedo, ahora florecía una pequeña flor iluminada.
Comentarios
Publicar un comentario